Ourselves

Te despides. Te despides de una etapa inexistente. Y sonríes. Sonríes porque parece que todo ha pasado. La tempestad se ha marchado y sientes paz. Por fin. 

Mayra. 

Mayra llegó un día tarde a las pruebas. Se equivocó. Fue sin querer. Ella pensaba firmemente que las pruebas eran el día 17. Estaba tan segura como que sus padres le pusieron Mayra en cuanto la vieron por primera vez. Pero se equivocaba, como en todo en la vida. 

Mayra no nació en un mundo como este. El suyo no es caótico, ni tan impredecible. Es organizado, simple y aburrido. Y ella lo pasa realmente mal. Bastante. Tiene miles de ideas locas que quiere sacar adelante. Ella sueña con volar entre las nubes y saludar a los pájaros mientras decide a dónde ir. Mayra es el caos en el mundo más perfecto posible hecho por el hombre. 

En aquel mundo los niños nacen de manera sistemática. Obtienen datos de todos los habitantes. Escogen solo a los mejores. Las mejores estadísticas. El mejor físico. La mejor genética. Todo, meticulosamente medido, para conseguir lo mejor de la especie humana. Y allí está ella. Ojos turquesa, tez sonrosada y cabello rojizo claro tirando a rubio, pecas por toda la cara y por todo el cuerpo. Con cara de pilla. Y siempre con una gran sonrisa en su rostro. Y todos son parecidos. Cambia el color del pelo, el color de los ojos, pero todos tienen ese toque de perfección esculpido en sus cuerpos. Según el informe, su madre biológica es pelirroja con los ojos verdes brillantes, inteligente, demasiado inteligente, perfeccionista, lectora compulsiva y una cocinera brillante, una de las genetistas más jóvenes de todo el mundo. Su padre, es escritor científico, y el mejor poeta que podría existir en ese momento de la historia de la humanidad, si hubiera podido publicar algo en aquel mundo. Rubio, de ojos azules (pero un azul muy intenso), oculta su curiosidad por el mundo bien, tanto que nadie sabe que tiene las preguntas incontestables en un bloc oculto en una pared de su casa, también le gusta la astronomía, se sabe el nombre de cada estrella, la información más rara de cada planeta, la distancia entre cada uno de ellos y... y muchas más cosas que a la mayoría les da igual. Sus padres biológicos que no saben cuántos hijos en común pueden tener, porque es un programa informático el que decidió que ambos tuvieran una hija, eligiendo la cadena de ADN, sin dejar nada al azar. Óvulo y espermatozoide se encontraron en un ambiente estéril, perfectamente creado para dar la vida a un ser humano. Y, nueve meses más tarde, de ese lugar artificial, nació un bebé con un código esperando a conocer a las dos personas que le criarían los próximos 18 años. Una mujer y un hombre unidos por cálculos matemáticos, algoritmos que decidieron que ambos eran perfectos para crear una familia artificial. Y, después de rellenar formularios, les fue entregada una niña con un código genético aparentemente perfecto para aquel mundo. Isman y Loy le conocieron en la sala de incubación seis horas después de nacer. Loy le puso el nombre, sin tan siquiera preguntarle a su compañero de vida. Y pronunció su nombre como un mantra: Mayra. Y la pequeña dejó de llorar y sonrió. En una casa donde las matemáticas eran sagradas, creció ella: una niña con demasiada imaginación que se subía por las paredes. Y, sus padres, la vieron crecer y le dieron libertad para ser. Fueron señalados en las reuniones para padres. A ella le llamaron la atención por ser demasiado, por destacar sin ser como los demás. 

Y sí. Mayra, en el día más importante de su vida, llegó tarde. Se despistó. Señaló mal en el calendario de su cuarto el día que no era. Se despistó. Porque estaba emocionada cada vez que un 17 se acercaba. Y el 16 estaba demasiado cerca del 17. Y lo está, porque es el día siguiente. Isman y Loy estaban esos días fuera de la ciudad, en una investigación importante, no podían estar pendientes de Mayra, ella ya era bastante mayor para cuidarse sola. Ya tenía 18, y sabía lo importante que era el día de las pruebas. Ella lo sabía. Pero se olvidaban quién era su hija. Se olvidaron de que todo podía pasar si tenía que ver con ella. Le llamaron la atención, la Presidenta del país casi la puso en evidencia frente a toda la nación. La Orden Universal de Paz detuvo los siguientes acontecimientos por Mayra. Era la primera vez que una joven de 18 años no se presentaba a las pruebas. La primera. Y los demás tenían que ver las consecuencias de aquel acto. No podía quedar impune. Y sus padres no podían oponerse. Mayra no sabía cómo defenderse. No sabía cómo. La Orden le exigió una disculpa en los medios. Y, después, rechazó su petición de realizar las pruebas. Aunque ella suplicaba hacerlas, aunque quería hacer ver que estaba preparada, sus actos parecían que demostraban lo contrario. Y no pudo. Después de tanto esfuerzo. Después de luchar a contracorriente durante toda su vida. Después de dejar a un lado su verdadero ser

Y, tras un año aislada del mundo. Un año donde no pudo ver a sus padres. La casualidad apareció en su vida. Su madre biológica apareció en su vida. No era importante. Hubiera dado igual. Pero vio algo en ella que le resultó familiar. Vio ese brillo en la mirada que le recordó a algo. A alguien. Un compañero suyo de promoción. Y quiso comprobar algo, algo ilegal. Quiso comprobar su cadena de ADN. Quiso saber por qué, después de cientos de años con ese método infalible para conseguir la perfección y la paz, había una persona que no encajaba en aquel enjambre. Una persona que, pese a su inteligencia, tenía algo que los demás carecían. Una noche se encerró en el laboratorio y empezó a comparar y analizar el ADN de Mayra. Y había algo extraño, algo peculiar que nunca antes había visto en sus años de investigación. Mayra brillaba. Brillaba de dentro hacia fuera y la estaban apagando. Se dirigió a su cubículo, donde la tenían encerrada. Y la miró, vio cómo caminaba en círculos en aquel minúsculo lugar para mantenerse activa, pero lo hacía demasiado despacio. Y su pelo, su pelo había dejado de ser como lo era antes, se le había caído bastante. La piel parecía gris, y su mirada estaba perdida y cansada. Y observó el lugar, meticulosamente ordenado. Se detuvo en el escritorio gris del fondo, folios amontonados, usados, escritos, dibujados, y sintió ese impulso que proporciona la curiosidad. Abrió la puerta, pero estaba cerrada. Y pidió sus folios, quería saber qué contenían. Cuando los tuvo entre sus manos observó la caligrafía, que fue perdiendo forma con el paso del tiempo, de una perfecta y redonda letra, a garabatos y notas indescifrables. Pero siempre estaba escrito lo mismo: "Me llamo Mayra, y sé que no pertenezco a este lugar. No es posible que a un ser humano lo encierren de este modo. No es posible que me castiguen así, que me encierren solo por haber recordado mal una fecha, por no asistir a las pruebas. Son estúpidas. Cualquier puede aprobarlas. Cualquiera. Hasta yo podría aprobarlas con los ojos cerrados y sin entender las preguntas. No me gusta este sitio. Mamá y papá lo sabían. Ellos saben que no he nacido para estar aquí. Para acatar órdenes y para que todo siga igual. Me aburro. Siempre. Menos en casa. Allí era libre. Pero estaba encerrada. Y quiero salir de aquí. Quiero ser yo. Quiero brillar tanto como las estrellas. Quiero ser Mayra, como aquella niña que quería volar desde las escaleras al sofá. Quiero dejarme llevar por la corriente por una vez y sentir la libertad acariciando mi piel. Quiero quitarme esta ropa manchada de leyes y prohibiciones. Solo quiero ser". Pasó las hojas y seguían aquellas letras, las mismas formando las mismas palabras, menos las últimas. "Quiero salir de mí. Dejar atrás esta vida inexistente. No quiero volver a ser Mayra. Porque Mayra sufre. Mayra no es una persona como las demás. Mayra está castigada sin poder salir demasiado tiempo. Mayra no ha sido mala, pero le han dicho que lo es. Mayra no merece estar aquí. Pero tampoco quiero seguir siendo Mayra. Dejando ir". Se le estremeció el cuerpo al leer aquellas palabras. Y un nudo en la garganta le impidió contestar el teléfono que comenzó a sonar. 

Dos semanas más tarde, aquella mujer, siendo madre sin saberlo, consiguió que le dieran la libertad a Mayra. Le concedieron el perdón de toda la Orden, y, por ende, de todos los habitantes del mundo. Se le concedió por el análisis, por la investigación, porque era un hecho que de aquello se podía aprender algo. Y Mayra salió a la calle. El sol le rozó la piel, y quiso sonreír. Pero no podía comprender lo sucedido. No podía entender por qué ahora, después de un año encerrada. Aquella mujer le dio una carpeta con un informe. Tenía que firmarlo para poder ser una ciudadana más de nuevo. Se miraron a los ojos, y a Mayra no le salieron las palabras, quería decir gracias, pero tenía miedo, y nunca lo había tenido. Leyó el informe, y se quitó un peso de encima que no sabía que tenía: "Mayra no es un peligro para nadie, si sigue aquí lo será para sí misma, y las leyes no permiten que un ser humano se lo haga a sí mismo o a cualquier otro. Por lo que tiene que volver a incorporarse a la vida natural. Podrá realizar las pruebas que yo misma le haré, está capacitada genéticamente para ello. Se le concedió la vida para un fin que debe cumplir. No podemos confinar a un ser humano de esta manera. No somos quién para ello. Firmado, la doctora Mone". Y sonrió, sin más sonrió, a pesar que no le apetecía para nada seguir formando parte de aquella sociedad perfecta. Comenzó a sentirse Mayra de nuevo. Esa Mayra que lo ponía todo patas arriba. 

Se le concedió un apartamento como mayor de edad que era. Todas sus cosas estaban allí, en cajas. Y sonrió al ver todo aquel espacio que ahora le pertenecía. Respiró profundamente y se quitó el jersey que le oprimía y no le dejaba ser ella misma. Se puso una camiseta de flores turquesa y fue hacia la caja más pequeña de la habitación. 17. La abrió con cuidado, con respeto. El corazón le palpitaba tan fuerte que le daba miedo. Había una caja de música, y dentro un collar que le regaló su madre al cumplir 7 años, un 17 de algún mes. 17. Era su número. El número de estrellas que podía contar desde su ventana. 17 eran las veces que se partió el labio inferior. 17 era su número de la suerte. 17 eran las canciones que se inventó antes de cumplir 18 años. 17 eran las veces que se decían al día te quiero. 17 era el número mágico que unía a la familia. Y aquel día era 17, de otro mes. 17 eran las veces que deseaba al día salir de allí de aquella estrecha habitación que no le dejaba ser. 17. Los cuadros que pintaba cada verano en las vacaciones de la escuela. 17 paisajes distintos. 17 caras distintas. 17 universos que había imaginado. Agarró el collar entre sus manos con fuerza, y esa sonrisa contagió a la habitación. Mayra se sentía en paz, por fin, después de tanto tiempo, sabía que las cosas iban a salir bien, que todo iba a ir bien. 

"We just want to be ourselves in the middle of the darkness".

Imagen Pinterest.

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